ADIOSES LITERARIOS. Taller de escritura en Valencia y cadenas de lectura de “Libro, vuela libre”

11 Oct

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   Hay adioses que en el fondo son bienvenidas; y obras con las que, lejos de despedirnos, nos apetece encontrarnos. En el próximo desafío a la imaginación de nuestro taller de escritura en Valencia cada adiós se convertirá en un reencuentro, y tres escritores completamente distintos nos regalarán las palabras con las que iniciaremos nuestra próxima experiencia literaria. Disfrutad de “Adiós a Berlín”, los relatos con los que el escritor anglo-estadounidense Christopher Isherwood advertía sobre el creciente poder del nazismo, del escritor cubano Leonardo Padura y su “Adiós a Hemingway” y de la ironía de la autora francesa Chantal Thomas en su “Adiós a la reina”, la novela con la que ganó en 2002 el Premio Fémina, porque la siguiente clave de nuestras dinámicas de escritura en curso y las próximas recomendaciones de las comunidades literarias de “Libro, vuela libre” se inspirarán en estos tres adioses literarios.

Taller de escritura en Valencia: TRES ADIOSES LITERARIOS, lecturas recomendadas de “Libro, vuela libre”

«ADIÓS A HEMINGWAY», Leonardo Padura

lecturas-recomendadas-padura“SÍ alguien le preguntaba sobre sus trabajos apenas decía: «Estoy trabajando bien», o si acaso: «Hoy escribí cuatrocientas palabras». Lo demás no tenía sentido, pues sabía que cuanto más lejos va uno cuando escribe, más solo se queda. Y al final uno aprende que es mejor así y que debe defender esa soledad: hablar de literatura es perder el tiempo, y si uno está solo es mucho mejor, porque así es como se debe trabajar, y porque el tiempo para trabajar resulta cada vez más corto, y si uno lo desperdicia siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.
Por eso se había negado a viajar hasta Estocolmo para asistir a una ceremonia tan insulsa y gastada como la de recibir el Premio Nobel. Era una lástima que aquel premio se concediera sin uno solicitarlo y que rechazarlo pudiera considerarse una pose de mal gusto y exagerada: pero fue lo que deseó hacer, pues aparte de los treinta y seis mil dólares tan bienvenidos, no le importaba demasiado tener un galardón que exhibían gentes como Sinclair Lewis y Faulkner, y de haberlo rechazado su aureola de rebelde habría tocado las estrellas. La única satisfacción de aquel premio era contar con los dedos los otros autores que no lo habían recibido: Wolfe, Dos, Caldwell, el pobre Scott, la invertida de Carson McCullers, esa hiperbólica sureña capaz de exhibir sus preferencias sexuales bajo una gorra de jugador de béisbol. Y también, claro está, el placer de saber que como escritor uno ha tenido la razón. Pero de ahí a comprar un traje de etiqueta y viajar medio mundo nada más que para lanzar un discurso, había un abismo que él no podía saltar. Adujo problemas de salud, debidos a los desastres aéreos sufridos en África, y cuando recibió el cheque y la medalla de oro, pagó deudas, le envió algún dinero a Ezra Pound, recién salido del manicomio, y entregó la medalla a un periodista cubano para que la depositara en la capilla de los Milagros de la Virgen de la Caridad del Cobre: era un buen gesto, al cual se le dio excelente publicidad, y que lo mejoraba con los cubanos, tan noveleros y sentimentales, y también con el más allá, todo de un solo golpe.»
Leonardo Padura, Adiós Hemingway (fragmento)

«ADIÓS A LA REINA», Chantal Thomas

recomendaciones-de-lectura-chantal-thomas“En este antiguo barrio, que había sido una vez un pueblo de Versalles, muchos diputados de la Tercera República habían fijado su residencia. La perspectiva de encontrarme con hombres tristemente vestidos, reflejo de la manera en que se habían tratado unos a otros, no era la más halagüeña. Superé mis recelos, no obstante, y me dispuse a recorrer la longitud completa de la calle sin mirar. Antes de haber llegado a la primera puerta del castillo, me sentí lo suficientemente segura como para recuperar el regalo de la vista. En el Patio Real se estaba ejecutando el cambio de la guardia. Tarareé y acompañé la música de los tambores y trompetas. Al pasar, tomé una jarra de agua bajo las escaleras de la despensa de la pequeña Alice –ella era la sirvienta de Madame de Bargue (que era lo suficientemente afortunada para disponer de una vivienda con fuente)- y volví a mi habitación para adecentarme. Cambié mis medias de lana por unas de seda fina y, para reemplazar mi pañuelo, elegí un chal de tartán de color blanco y negro. Me arreglé el pelo. Quería también reorganizar las lecturas que había dispuesto para la Reina. Había sido avisada con veinticuatro horas de antelación. Hoy sería el primer día que habría de acudir a su presencia.”
Chantal Thomas, Adiós a la reina (fragmento)

«ADIÓS A BERLÍN», Christopher Isherwood

recomendaciones-de-lectura-christopher-isherwood“Plantados en el frío de la calle, silban a las ventanas encendidas de los cuartos tibios, en donde las camas ya están preparadas para la noche. Quieren entrar. Sus llamadas resuenan en la hundida oquedad de la calle, voluptuosas, íntimas y tristes. Por eso no me gusta quedarme aquí a esas horas: los silbidos me recuerdan que estoy en una ciudad extraña, lejos de casa, solo. A menudo me he propuesto no escucharlos, he cogido un libro y he intentado leer. Pero es seguro que muy pronto se oirá una llamada tan penetrante, tan reiterada, tan desesperanzadoramente humana, que no tendré más remedio que levantarme y atisbar, a través de la persiana, para convencerme de que no es –y estoy convencido de que no puede ser– para mí. El olor peculiar de este cuarto, cuando está encendida la estufa y cerrada la ventana; no del todo desagradable: una mezcla de incienso y bollos rancios. La voluminosa estufa de azulejos polícromos, como un altar. El palanganero, como un sagrario gótico. El armario, gótico también, catedralicio, con ventanas en ojiva: Bismarck y el rey de Prusia se miran frente a frente en los vitrales. La mejor silla podría servir de trono episcopal. En el rincón, tres falsas alabardas medievales (¿olvidadas por alguna compañía de teatro?) forman enlazadas un perchero. Fräulein Schroeder desenrosca de vez en cuando las puntas y les saca brillo. Son pesadas y lo bastante agudas como para matar.
Todo es así en este cuarto: innecesariamente sólido, anormalmente pesado, peligrosamente puntiagudo. Aquí, sobre la mesa de escribir, me amenaza un ejército de objetos metálicos: un par de candelabros en forma de serpientes entrelazadas, un cenicero del cual emerge una cabeza de cocodrilo, una plegadera que imita una daga florentina, un delfín de bronce cuya cola sirve de pedestal a un reloj estropeado. ¿Dónde van a parar finalmente estas cosas? No puedo imaginarme que alguna vez puedan dejar de existir. Probablemente permanecerán intactas durante miles de años y la gente las contemplará en los museos. O quizá, simplemente, las fundirán un día para servir de munición en una guerra.”
Christopher Isherwood, Adiós a Berlín (fragmento)

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