¿Qué ocurre cuando las palabras se transforman en masas acuosas, cuando un alcatraz se zambulle en nuestra escritura? La metáfora carnaliza, conecta de forma intuitiva las zonas más intangibles del verbo con la densidad de nuestra experiencia. La carne psíquica de la metáfora es como un mar hondo, cuyo roce con la superficie ya nos ilumina. Es un mar que sabe del flujo y reflujo de las olas, que es conocedor de la profundidad, de la corporeidad de la sal y de la sutileza de la espuma:
Los manuales de la Edad Media han hecho una apasionada distinción entre metáfora e imagen, imagen y símil, símil y símbolo, símbolo y emblema. Esencialmente, desde luego, el proceso intelectual que conjura estos recursos es el mismo. una intuición asociativa que busca captar la realidad de la experiencia no directa sino indirectamente, como hizo Perseo para poder la cara de la gorgona, o Moisés la cara de Dios. La realidad, desde donde estamos parados, no puede verse mientras estemos en ella. Es este proceso «indirecto» (mediante imágenes, mediante alusiones, mediante trama) lo que nos permite ver dónde estamos y quiénes somos. La metáfora, en el sentido más amplio, es nuestro medio para captar (y a veces casi entender) el mundo y nuestro desconcertante ser. Tal vez toda la literatura pueda entenderse como metáfora.
La metáfora, desde luego, engendra metáfora. La cantidad de historias que tenemos para contar es limitada, y la cantidad de imágenes que hacen eco de las historias de forma significativa en todas las mentes es pequeña. Cuando Wallace Stevens nos dice que
Aquel noviembre por Tehuantepec
la noche apaciguó la mar
está viendo otra vez el mar (el mismo mar) que Stéphane Mallarmé añoraba tan amorosamente, después de decirnos que «la carne es triste» y que ha «leído todos los libros». Es el mismo mar aterrador que oye Paul Celan, «umbellet von der haiblauen See», «ladrando en el mar azul tiburón». Es la ola que rompe tres veces para el tímido Tennyson sobre «frías piedras grises» -la misma «trémula cadencia» que conmueve a Matthew Arnold en la playa de Dover y lo hace pensar en Sófocles que «hace mucho tiempo/ lo escuchó en el Egeo, y trajo/ a su mente el turbio flujo y reflujo / de la miseria humana «-.Mallarmé, Celan, Tennyson, Arnold, Sófocles: todos están presentes en Stevens cuando, lejos en una playa remota, ve el agua metálica brillar y aquietarse. ¿Y qué encuentra el lector en ese paisaje, en ese sonido? Arnold lo dice exactamente: encontramos «en el sonido un pensamiento». Un pensamiento, podemos agregar, que se traduce mediante el poder de la metáfora en una pregunta y en el fantasma vaporoso de una respuesta.
Cada acto de escritura, cada creación de una metáfora es una traslación al menos en dos sentidos: en el sentido de traducir, de reformular una experiencia externa o una imaginación como algo que cause en el lector otra experiencia o imaginación; y en el sentido de transportar algo de un lugar a otro diferente -en el sentido con el que se empleaba la palabra en la Edad Media para describir el traslado de las reliquias robadas de un templo a otro, una actividad generosamente conocida como furta sacra, «robo sacro»-. Algo en el acto de la escritura, y luego otra vez en el acto de la lectura, roba, consagra y cambia el pensamiento esencial de Arnold de escritor en escritor y de lector en lector, profundizando la experiencia de creación, renovando y redefiniendo nuestra experiencia del mundo.
Alberto Manguel, El sueño del Rey Rojo. Lecturas y relecturas sobre las palabras y el mundo
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