En su tumba de nácar reposa la perla…
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De John Steinbeck no sé en realidad más que lo que dice la publicidad que precede a su nombre: escritor favorito de sus compatriotas, niño mimado de Hollywood, viajero incansable, autor de una serie de libros entre cuyos títulos recuerdo The Red Pony -El pony colorado según versión argentina-, Los arrabales de Cannery y el guión de la película Naúfragos, interpretada por Tallulah Bankhead. He visto su fotografía, de hombre todavía joven, recia fisonomía, casi agresiva, como sus ideas, absoluta ausencia de atildamiento, aire deportivo… Esto es todo lo que sé, o mejor, lo que sabía hasta que hube de traducir La Perla.
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Como relato legendario, La Perla es insuperable. Resulta tan espontáneo, tan real y tan humano que supera a cuanto en este género, poco socorrido, se ha escrito. Para encontrarle parangón hay que remontarse a las sagas célticas, los cuentos de Las mil y una noches o las historias bíblicas.
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No es una historia optimista, sino lacerante. Sus protagonistas apuran la amarga pócima de no poder romper «la trampa que nos ahoga». No es la sencilla tragedia de la miseria famélica, sino la más terrible de los desgraciados que tienen la oportunidad de salir a respirar el aire de una vida libre y la organización de la sociedad, ayudada por su estrechez de miras, lo impide.
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Las dotes narrativas de John Steinbeck son magistrales: Naturaleza y Humanidad se perfilan acusadamente en los seis capítulos del libro, y la prosa de sus páginas es tan bella que, como la de Edgar Allan Poe, justifica por sí sola el esfuerzo de aprender la lengua de Shakespeare.
Por fortuna para mí, el ambiente de La Perla se presta de modo soberbio a ser expresado en español; más aún, parece ser una leyenda imaginada expresamente para nuestro idioma, lo que tal vez se deba a que John Steinbeck se la oyó relatar a un pueblo que habla castellano desde hace siglos.
Francisco Baldiz
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